Por María Fernanda Ampuero

Para hablar de arquitectura de Lanzarote e incluso para hablar de la Isla en sí misma hay que invocar un nombre: César Manrique. Es increíble cómo el poder de un solo ser humano, un ser humano creativo, valiente y tenaz, convirtió los kilómetros de piedra volcánica negra que era la isla canaria de Lanzarote en uno de los lugares más hermosos del mundo. “Piedra blanca sobre una piedra negra”, parafraseando el mítico verso de César Vallejo. Manrique convirtió Lanzarote en un poema.

Nacido en 1919, Manrique fue desde muy pronto conocido por su talento artístico. Pintaba, esculpía y dibujaba. En 1936 se alistó en el bando franquista para pelear en la Guerra Civil española. Cuentan que cuando volvió era otro hombre. Al llegar a su Isla se despojó de su traje militar, lo pisoteó con furia y le prendió fuego.

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© Gonzalo R. Bethencourth

Más tarde estudió arquitectura aunque no terminó la carrera, e ingresó luego a Bellas Artes donde se graduó de profesor de arte y pintura. Después de vivir en Madrid y en Nueva York, en 1966 vuelve a una Lanzarote donde empezaba a despuntar la locura turística que, quién sabe, hubiera convertido a la Isla en ese despiporre urbanístico que se ve en varias playas del Mediterráneo español, con sus edificios gigantescos y sus centros comerciales construidos en serie, sin ton ni son.

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Fermes

© Film Commission Lanzarote

“Cuando regresé de New York, vine con la intención de convertir mi isla natal en uno de los lugares más hermosos del planeta, dadas las infinitas posibilidades que Lanzarote ofrecía”, dijo el artista en una entrevista.

Junto con el arquitecto Fernando Higueras, Manrique consigue crear proyectos arquitectónicos perfectamente acordes con la naturaleza característica de una isla volcánica, e integrados con gracia y respeto en el paisaje lanzaroteño. Ejemplos de esta comunión entre arquitectura y entorno natural son sus Jameos del Agua (un jameo es un tubo volcánico generado por el flujo de lava en su interior al que se le ha desprendido la parte de arriba).

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Castillo de San José

© Film Commission Lanzarote

Muy celebrados por su originalidad, los Jameos de César Manrique, donde hay un restaurante y un auditorio –¡dentro de la tierra!– para unas seiscientas personas, convocan a miles de visitantes al año por la belleza –casi natural– de su piscina rodeada de los jardines con la flora autóctona, tan hermosa como surrealista.

 

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Mirador del río

© Film Commission Lanzarote

El Taro de Tahiche fue su casa y a la vez su galería, su museo. En sus más de dos mil metros de superficie, la que ahora es la Fundación César Manrique es impactante porque se aprovecharon cinco burbujas volcánicas para su construcción. Con su característico respeto por la naturaleza brutal de una isla que surgió de la erupción de un volcán, Manrique construyó también el Mirador del Río que está excavado en la roca de un acantilado y así se consiguió una ilusión: que la presencia de la mano humana sea aparentemente mínima. El mirador tiene dos cúpulas enterradas en la piedra para que el impacto visual sea el de un espacio creado por la naturaleza.

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Castillo de San José

© Film Commission Lanzarote

El protagonismo de la piedra negra volcánica, omnipresente en Lanzarote, fue la obsesión de este creador que cuidó siempre en sus proyectos que nada pusiera en cuestión la armonía. En el Lago de la Costa de Martiánez, otro de sus trabajos, un conjunto de jardines, piscinas, terrazas y restaurantes parecen asomar, como pequeños oasis de agua y cactus, de la roca volcánica.

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© Gonzalo R. Bethencourth

Otras de sus obras son La Cueva de los Verdes, una serie de túneles y cuevas de hace cinco mil años atrás cuando el volcán La Corona entró en erupción; el Jardín de Cactus, una cantera abandonada hasta donde trajeron más de mil especies de cactus desde Perú, Kenia, Estados Unidos o Madagascar; el Monumento al Campesino, un conjunto de casas bajas blancas con sus puertas y ventanas verdes, típicas de la región, que se levantó en el centro de la Isla; el Castillo de San José, que estuvo abandonado hasta que él propuso que fuera un museo de Arte Contemporáneo; y el Horno Asador.

Nombrado hijo predilecto de su querida Lanzarote en 1995, pocos años después de su muerte, el legado de César Manrique es absolutamente incalculable y no sólo se ve, sino que se escucha donde quiera que se hable de arquitectura lanzaroteña. No se puede preguntar qué sitios visitar en esta Isla sin escuchar una, dos, tres y cuatro veces su nombre y su apellido.

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© Gonzalo R. Bethencourth

La estética de la Isla, con esa belleza salvaje, con ese blanco total de las casas sobre ese negro total de la piedra, es resultado de la lucha de Manrique por mantener y cuidar lo que tiene esta Isla de auténtico. Para eso se peleó y enfrentó muchas veces, y con mucha insistencia, con autoridades y promotores urbanísticos. Sabía que si se dejaba que el turismo fuera lo principal para Lanzarote, paradójicamente, la Isla perdería todo eso que la convierte en atractiva y única.

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© Gonzalo R. Bethencourth

Su forma de construcción no fue predadora, sino de camuflaje, modernísima y a la vez deliciosamente arcaica. El resultado deja sin aliento. Lanzarote es como un viaje al pasado con todas las comodidades del futuro. Además del detalle de que su clima es perfecto todo el año –las Canarias son las islas de la eterna primavera– porque están al lado de África, y gracias a eso también tiene este paisaje tan inusual de desiertos, montañas, casas blancas y vegetación casi marciana.

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Casa Roja de Yaiza

© Film Commission Lanzarote

Sin Manrique, dicen los agradecidos habitantes de esta Isla, con tanta demanda turística que tiene, la fiebre constructora –complejos masificados y horribles vallas publicitarias– hubiera creado un caos feo y hubiese arrasado con la tradición en blanco y negro de las fincas y las construcciones ancestrales de Canarias. Él personalmente se encargó de convencer a los pobladores que no tiraran abajo las casas o las fincas, sino que le permitieran rehabilitarlas respetando su entorno y los materiales que abundan en la Isla: la famosa piedra volcánica negra. Las vallas de publicidad que ya empezaban a colonizar las carreteras y el paisaje fueron quitadas también gracias a su gestión.

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© Gonzalo R. Bethencourth

A él, su hijo más querido, este lugar le debe su espectacular belleza tan respetuosa con el espacio natural: una arquitectura hermana de la tierra. En fin, la belleza de un verso de Vallejo: “piedra blanca sobre una piedra negra”.