Por María Fernanda Ampuero

“Deja que camine tus fronteras y bese tus dunas, me aprenderé tu lengua, esa que ya es mía, besaré tus sales atlánticas y mediterráneas, Murakue, mi Murakue; Marrakech nos espera y Marruecos está tan solo, como yo estoy sola sin ti”.

Marner

Antes de empezar, una advertencia, el viajero que visita Marrakech no regresa completo: una parte de su ser se quedará, ya para siempre, vagando por sus callejuelas laberínticas, negociando precios en el mercado, aspirando el aroma a especias y suavizando su piel con aceite de argán. La otra parte, la que sí vuelve a casa, sentirá una nostalgia que le hará querer volver cada día, a cada minuto. No es que Marrakech se meta en ti, es que tú te metes en ella y ya no sales. Volver de algo tan bello es imposible.

Dura tarea la de volcar aquí la descripción de una ciudad que es más bien un sentimiento, un arrobamiento, un asombro, un espejismo. Para el novato, pero también para el visitante curtido en viajes, para el que cree que está más allá de la sorpresa, Marrakech explota en belleza y encantamiento literalmente nada más bajarse del avión. Su aeropuerto recuerda aquella frase de Dorothy en El mago de Oz cuando llega al reino mágico: “ya no estamos en Kansas”.

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En 2010 la revista Travel & Leisure, basándose en la opinión de renombrados arquitectos a nivel mundial, nombró al aeropuerto Menara como el segundo más hermoso del planeta. Destacó su delicada ornamentación en perfecta sintonía con el entorno desértico, su exotismo actualizado a nuestros tiempos y que es un ejemplo de la nueva arquitectura árabe, esa que conjuga el respeto a la historia con la más rompedora modernidad.

Fue diseñado por el estudio de E2A de Casablanca y finalizado en 2008. La fachada del aeropuerto de Marrakech está formada por veinticuatro rombos y tres triángulos de doce por seis metros. Cada rombo está cerrado con cristales con arabescos impresos. Este enfoque muscular se suaviza con los arabescos exquisitos en piel de vidrio del edificio, con fundidos complejos y cambiantes juegos de sombras en los pisos de la terminal. El techo se forma con un esqueleto de acero.

Siguiendo el diseño de su fachada, en el techo vemos un enrejado de rombos de mismas dimensiones fabricado en aluminio blanco. Estos rombos permiten la entrada de luz natural al interior del edificio. No solo es la belleza – los arabescos dorados juegan con los reflejos y sombras dando un resultado encantador, mágico –, sino que en su techo hay setenta y dos pirámides de células fotovoltaicas que generan electricidad. Lo dicho: ya nada más por el aeropuerto vale la pena cruzarse el mundo.

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Pero eso es solo el principio.

Hay dos leyes urbanísticas incuestionables en Marrakech que seguro son las responsables de su magnífico encanto. La primera tiene que ver con el color: ningún edificio o casa puede salirse de los tonos melón, rojizo, crema, ocre o arena. En medio del desierto, la ciudad es un espejismo rojo. No hay colorinches ni estridencias ni rudos contrastes: todo aquí es de un armonioso color rubor. Esos tonos se corresponden con la tierra local, usada ancestralmente como material de construcción, por eso es que a Marrakech se la conoce como la ciudad roja.

La segunda ley, también importantísima, tiene que ver con la altura de los edificios: ninguno puede superar los tres pisos de altura o, como dicen ellos, nada puede ser más alto que una palmera, y esto permite que desde casi cualquier ventana, terraza o balcón sean apreciables las montañas Atlas y los minaretes de la Medina. ¿Se imaginan una ciudad desde la que estés donde estés puedas verlo todo?

La Medina es la parte antigua de la ciudad y, sin duda, la más fascinante, ya que en la parte nueva, aunque es cómoda y comprensible para el viajero occidental, se pueden encontrar muchas de las tiendas multinacionales de cualquier ciudad europea y el exotismo se va diluyendo entre McDonalds y Zaras.

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En la ciudad vieja, en cambio, las cosas parecen no haber cambiado en décadas, en siglos. Es el verdadero viaje al pasado. Protegida por un cordón de bastiones hechos de tierra roja, la Medina encierra un laberinto de callejuelas y palacios, mercados y mezquitas, cúpulas y minaretes. Llegar por primera vez debe ser una de las experiencias más increíbles que un ser humano puede vivir y, por lo intensa y sensorial, más difícil de contar con palabras.

Ruidos, olores, farolillos, mujeres con sus largos vestidos y sus velos, espejos, frutas, comida especiada, carruajes, vendedores ambulantes, gente tomando té en algún bar mirando la plaza, animales, ropa, carteras. Todo en la Medina, invita a la euforia, al caos, a la vida con V mayúscula, a la sensación de estar soñando despierta.

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La Medina de Marrakech fue declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en el año 1985 y es uno de los lugares de visita obligada no solo de Marrakech, sino de todo el país. Su corazón es la gran plaza Jamaa el Fna, al norte de la cual se abre el laberinto de los suks o zocos –mercados tradicionales, a menudo descubiertos– donde perderse es una de las experiencias más alucinantes que un viajero puede vivir: dulces, especias, zapatos terminados en punta, amplias túnicas con bordados en dorado, infusiones, cerámica, pan de oro, cosmética y medicina ancestral, aceites, perfumes, todo lo que asociamos al mundo árabe se encuentra en estos mercados intrincados y laberínticos.

Siguiendo hacia el norte se encuentran la mezquita y madraza de Ben Youssef y el Museo de Marrakech. La mezquita Koutoubia es otro de los lugares recomendados: se ve desde varios lugares de la ciudad debido a la ordenanza de que ninguna construcción puede ser más alta que una palmera. El edificio, del siglo XII, se sitúa en el oeste de la ciudad vieja y al suroeste de la plaza Jamaa el Fna. Tiene una arquitectura particular y sobre su estructura plana se destaca un enorme alminar de unos setenta metros, que se ha convertido en el punto de referencia de la ciudad.

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Sobre el noreste de la plaza se encuentra otro de los atractivos: la Madrasa de Ben Youssef (una madrasa es un lugar en el que se enseña el Corán y la religión). La construcción de Ben Youssef data del siglo XIV y fue la escuela principal de todo Marruecos. Junto a la Madrasa se encuentra el Museo de Marrakech, que si bien tiene una obra muy interesante, lo más fabuloso sin duda es el palacio del siglo XIX que lo alberga. La parte principal del museo es su patio, y alrededor se disponen las salas donde se exhiben las diferentes colecciones de pintura y objetos de cerámica, alfombras y demás. En el interior del edificio también se puede visitar el hammam –baño árabe– tradicional y una sala de exposiciones temporales.

Al sur de la plaza, en cambio, a lo largo de los siglos se han instalado los gobernantes de la ciudad. Hoy la zona está dominada por el Palacio Real, erigido sobre las ruinas de los precedentes palacios almohades, que ocupa una enorme área rodeada de murallas –la llamada kasbah, que significa ciudadela fortificada– y no está abierto al público, pero se puede visitar el palacio de la Bahía y de Dar Si Said, construidos en el siglo XIX por dos visires de los sultanes y las impresionantes ruinas del gran palacio Badi.

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Al oeste de la Medina se extiende la villenouvelle –ciudad nueva–, con los barrios de Guéliz e Hivernage. La arteria principal de esta zona es la arbolada avenida Mohammed V. Guéliz, la elegida para vivir por la mayoría de los extranjeros residentes en Marrakech. Es una zona muy cosmopolita donde se puede disfrutar de buena gastronomía o tomar algo en alguno de los bares con terraza. En varios sitios hay shows en vivo para disfrutar del atardecer.

En la avenida Mohammed V, además, se encuentran tiendas internacionales y de lujo que demuestran que es una ciudad tan cosmopolita y moderna como cualquiera. De hecho, cuando se visita Marrakech parece que se visitaran dos ciudades distintas al mismo tiempo, así de impactante es la diferencia entre la zona vieja y la nueva.

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En el barrio de Guéliz se encuentra el extraordinario Jardín Majorelle, un remanso de belleza azul y verde, con plantas exóticas y fuentes de agua donde beben pajaritos, que el pintor Jacques Majorelle construyó desde el enamoramiento por Marrakech –cosa que le sucede a muchos artistas europeos–, el jardín luego fue adquirido por el diseñador de moda Yves Saint Laurent, otro loco por Marrakech, que amó tanto a esta ciudad que donó su casa para que fuera museo y se encuentra enterrado en ella.

“Marrakech nos espera”, dice el poema, y es una absoluta falta de sentido negarse a experimentar tal magia y tal felicidad.