La magia de Montañita

Por: Karla Morales

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¿Por qué ir a Montañita?

Fue lo primero que le pregunté a Lucía, de 31.

La conocí en la ruta, ella pedía un aventón, con el pulgar alzado, y yo iba en la camioneta haciéndole los coros a Freddy Mercury. Un “¡hola!, gracias” apresurado salió de ella mientras se sentaba. Inmediatamente le dije que iba hasta Ayampe, por si su destino final era más distante del mío y prefería esperar a otro samaritano. Sonrió. Movió su cabeza al estilo de Mercury y, con un marcado acento chileno, me dijo que estaba bien porque ella llegaba hasta Montañita.

Viajamos juntas por treinta minutos. Intercambiamos nombres, profesiones y gustos musicales. Hizo uso del derecho a la música que todos tenemos y escogió una canción del playlist. Le pregunté por qué iba a Montañita, qué tenia ese pueblito desordenado y caótico que no pudiese encontrar en algún rincón de Chile. Me dijo que no tenía nada y eso era precisamente lo que convertía al lugar en algo mágico. Que el mundo ya estaba cargado de individualismos y Montañita ofrecía vida en comunidad; que nadie allí se sentía extraño; que es un pequeño país plurinacional en donde los idiomas no importan y compartir es un principio de vida; que el trueque es una práctica valorada; y, la alegría una decisión colectiva. Porque ser feliz es una elección y en Montañita esa era una elección común.

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Por la hora (y el cansancio) decidí quedarme en el pueblo. No es la primera vez que voy, pero sí la primera ocasión en que miraba el lugar con las palabras de Lucía como soundtrack. Buscando un sitio donde pasar la noche descubrí que la oferta hotelera ha crecido sustancialmente en la zona. Hay hoteles y hostales para todos los gustos. Es fácil encontrar desde habitaciones sencillas por $7 hasta verdaderos palacios que parecen traídos del medio oriente por $200 la noche.

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Los lugares disponibles para comer superan en casi el triple a la industria hotelera. Hay un puesto de comida cada diez pasos y los menús ofertados representan a todas las nacionalidades que dan identidad a Montañita y la convierten en un pedacito costero multipatria. En una de sus primeras calles se ha instalado un hotel/restaurant que nos transporta a Santorini, y a pocos pasos de éste, otro lugar parece un pequeño Estambul, con una carta de platos que atrae desde lo exótico de sus nombres. Es casi imposible tomar una decisión gastronómica sin sentirte manipulado por el olor a parrilla argentina, tan imposible como caminar de un lado a otro sin bailar o cantar. Las calles son un festival permanente de artistas y músicos ambulantes.

 

Entre restaurantes y hoteles, los bares emergen estrepitosamente. El reggae, el rock y la música electrónica disputan protagonismo con el reggaetón; mientras el jazz, el blues y la bulería se camuflan en restaurantes que a las 11pm cierran sus cocinas y se transforman en espacios más cálidos, de esos en los que puedes cantar y conversar sin empujones y largas filas.

 

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Hay momentos en los que parece que el pueblo va a explotar. Pero misteriosamente, todo se acomoda. Y es que si bien Montañita es un destino reconocido e identificado, tanto por autoridades como por turistas y habitantes, hacen falta medidas que garanticen un desarrollo colectivo sostenible y ordenado, que satisfaga necesidades básicas urgentes.

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Por las mañanas Montañita recupera la calma, vuelve a ser el pueblo de las largas caminatas hacia la punta, saturado de surfistas y aprendices del deporte que viajan hasta allá para recibir clases a costos módicos. La arena se llena de rubias, morenas, blancos, negros, mestizos, libros, hieleras y vendedores ambulantes. El topless es una práctica tan común como la lectura. Las tiendas/boutique ofrecen productos que guardan ese je ne sais quoi del lugar y todo parece fluir. Todos parecen conocerse. Todos se identifican. Todos esperan el atardecer con ansias porque en ningún lugar el sol cae como en Montañita. Es una tradición. Es una cita.

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