UN FARO ESPIRITUAL QUE ILUMINA AL MUNDO

Por: Gabriela Burbano A.

La Plaza Grande, corazón del Centro Histórico de Quito, recibe diariamente miles de visitantes que la utilizan como punto de referencia y partida para recorrer las estrechas calles llenas de pintorescos rincones e imponentes construcciones que constituyen un testimonio de la arquitectura y el arte colonial quiteño.

Desde allí y bajo la intensa luz del sol del mediodía los transeúntes toman la calle García Moreno con dirección al sur. La primera escena con la que se encuentran es la de la enorme Catedral Primada de Quito que con sus escalinatas y su monumental pretil de piedra roba toda la atención. Avanzando por la llamada “Calle de las Siete Cruces”, sobre la vereda oriental, los visitantes se encuentran con una sorpresa: otra iglesia de importante magnitud inmediatamente erigida junto a la Catedral, es la Iglesia de El Sagrario: una capilla sacramental anexada a la Catedral Primada, que cumple funciones parroquiales independientes y que por su tamaño e importancia podría parecer una iglesia independiente.

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Este templo, cuya fecha de construcción y autor han sido objeto de especulaciones por los historiadores, se erige sobre lo que alguna vez fue una quebrada y ha logrado mantenerse casi intacta desde su construcción. Gracias a arduas investigaciones documentales, y al hallazgo del libro de fábrica que se daba por perdido, se puede casi afirmar que su construcción inició a mediados del siglo XVII y terminó en el año de 1706, y que el encargado de la obra fue el afamado arquitecto de origen español, José Jaime Ortiz, contratado por la Cofradía del Santísimo Sacramento.

La construcción de la Iglesia de El Sagrario fue justamente patrocinada e impulsada por la Cofradía del Santísimo Sacramento, considerada la primera hermandad de la ciudad que se estableció solo 8 años después de la fundación de la ciudad de Quito, en 1543. Esta hermandad se dedicaba al culto del Santísimo Sacramento, a sus poderes de redención y salvación, y enfocaba su labor en obras caritativas a favor de la comunidad quiteña.

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La Cofradía, de la que se dice se convirtió en una hermandad compuesta por miembros selectos y adinerados, había estado aspirando a construir su propia iglesia, por lo que una vez conseguidos los fondos con el aporte de sus integrantes, encargó el diseño y construcción a Ortiz, en 1694. La colocación de la primera piedra se hizo oficialmente el 1 de enero de 1695 sobre el terreno proporcionado por el Deán y Cabildo en el que existía una profunda quebrada que exigió una verdadera hazaña de ingeniería. Solamente la construcción de los cimientos tomó tres años.

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El atrio con piso de piedra -más bien modesto- delimitado con barandales metálicos bajos recibe a fieles y turistas. Levantar solamente un poco la mirada es suficiente para empezar a apreciar los innumerables detalles que hicieron en la época colonial a la Iglesia de El Sagrario, una de las más imponentes y lujosas de la Capital.

Lo primero que se aprecia es la impresionante fachada construida en piedra con un estilo barroco sobrio. Con el análisis de los elementos que la componen se entiende que durante su construcción nada fue dejado al azar. Cada escultura y representación constituyen testimonios de la historia de la concepción, financiamiento, construcción y función del santuario.

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Iniciando con la parte superior de este elemento arquitectónico destacan las esculturas de San Pedro y San Pablo, cada una debajo y a los costados del frontón interrumpido que alguna vez albergó en su nicho central una custodia de bronce, reflejo de la principal devoción de la hermandad de la Cofradía del Santísimo Sacramento, mecenas de El Sagrario. La presencia de estas figuras vincula a la iglesia con la autoridad episcopal.

Más abajo y delante de San Pedro se aprecia la presencia de una escultura que personifica a la Fe, mientras que delante de San Pablo se encuentra la figura que representa a la Esperanza, ambas virtudes teologales que forman parte de los hábitos inculcados para una correcta vida cristiana. Junto a las esculturas de estas virtudes están dos tríos de columnas corintias (uno a cada lado) que enmarcan a la ventana central del coro y en cuya base se encuentra esculpida sobre la piedra en alto relieve la tercera virtud teologal, la Caridad, representada por una madre cuidando a tres niños, para reflejar la naturaleza compasiva y dadivosa de la Cofradía del Santísimo Sacramento.

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En la parte superior del tercio inferior de la fachada destaca un escudete con dos ángeles que sostienen un cáliz eucarístico, simbolizando una vez más el fervor de la hermandad benefactora de la construcción del templo. En este cuerpo de la fachada se aprecian también dos tríos de columnas jónicas y cuatro nichos, en los que alguna vez seguramente se encontraban esculturas, pero que hoy lucen desocupados. Al centro un arco de medio punto alberga al enorme portón de madera que rememora a quien ingresa al templo las entradas propias de los castillos medievales.

Todas las superficies planas de la fachada están esculpidas con adornos planiformes de máscaras, grutescas italianas y ornamentaciones florales. A los costados de la estructura de piedra se aprecian dos puertas laterales con arcos de piedra y talladas en madera. En ellas también se encuentran elementos emblemáticos de la Cofradía, tales como la letra “S” atravesada por dos clavos y una cruz (representación de la rama de los esclavos de la Cofradía) y el monograma de la Virgen. La fachada data de 1699, fue diseñada por Ortiz y supervisada por Gabriel de Escorza.

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Al atravesar la puerta, se pasa de la claridad exterior para transitar un espacio con piso de piedra que sumerge al visitante en una tímida penumbra que solo a pocos pasos se convierte nuevamente en una suave luminosidad. El espacio se abre para apreciar la nave central en la que debido a la imponente altura de las bóvedas se tiene una visión clara de todo el ábside (parte posterior del altar mayor) y del retablo mayor.

Mientras se avanza, el piso tablado cruje bajo los pies de los fieles y otros visitantes que hacen sus reverencias al Santísimo Sacramento, expuesto doce horas diarias en el altar mayor del templo para acoger a los devotos que continúan dando vida a la adoración que hace más de 400 años se ha mantenido en este santuario.

La iglesia se compone de tres naves que forman una cruz latina inscrita dentro de un rectángulo en donde el crucero atraviesa la nave central casi en el centro del edificio. Las naves laterales son más estrechas y cuentan con cinco capillas cada una.

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Impresiona a la vista la cúpula de media naranja que se encuentra sobre el crucero y que aporta una abundante luminosidad gracias a las ocho grandes ventanas dispuestas alrededor de la estructura circular que se complementa con otra pequeña cúpula o linterna de ocho ventanas de menor tamaño, en la parte más alta del domo. Las paredes de esta cúpula fueron decoradas con imágenes de santos y arcángeles, pintadas por Francisco Albán reconocido artista de la época. En su base, cuenta con cuatro pechinas decoradas con esculturas en madera de los evangelistas.

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El interior de El Sagrario -como una gran parte de los templos quiteños- fue decorado casi en su totalidad por mano de obra de artistas anónimos indígenas, quienes no plasmaron su sello autóctono en elementos mayores, sino que lo hicieron en sutiles detalles de la decoración, burlando la rigurosa inspección de los españoles.

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Una vez que se ha recorrido el templo, la mirada queda absorta ante una de las piezas escultóricas más hermosas y ricas de la escuela quiteña. De la mano y el genio de Bernardo de Legarda, El Sagrario heredó una mampara confeccionada, esculpida y dorada por el maestro y su taller en 1747.

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Se trata de una pieza de madera con una puerta en arco de medio punto rodeada de columnas inundadas por formas vegetales que culminan en capiteles y cornisas con frondas salientes enrolladas. Los espacios están poblados por mascarones y figuras de ángeles extraordinariamente modelados y remata en la parte superior con pretil dividido en paneles separados por estatuas de mujeres (cariátides). Hace falta una cantidad considerable de tiempo y paciencia para descubrir uno a uno los detalles que Legarda plasmó en esta que es, sin duda, una de sus obras maestras.